Photo by Adam Schultz / Biden for President

El modo en que Donald Trump administró su poder desde la Casa Blanca estos cuatro años, al estilo de una franquicia comercial, reveló a un líder divisivo empeñado en rodearse de funcionarios “absolutamente” leales para no ver interrumpida su empresa política


El último que puede pensar que la llegada de Joseph R. Biden Jr. instaurará en los Estados Unidos la reconciliación racial, la pacificación social y hasta una especie de fin del racismo sistémico es el propio Joseph R. Biden Jr. Pero en ese ensayo, valdrá la pena ver sus esfuerzos para consolidar, de nuevo, la imagen de un Jefe de Estado sensato.

“Unir al país no será fácil. Nuestras divisiones de hoy son de vieja data. Las desigualdades económicas y raciales nos han determinado durante generaciones”, admitió Biden en una entrevista días antes de las elecciones que lo llevarían a la Casa Blanca en noviembre de 2020.

No es exageración: la nación enfrenta su mayor crisis social desde las revueltas raciales y reivindicativas de hace cincuenta años, ahora impulsadas por el modo en que Donald Trump edificó, mantuvo y cerró su presidencia estos cuatro años.

La pandemia de coronavirus y todo lo que arrastra aún consigo, es la otra gran complicación de la que dependerá el legado de Biden y su vicepresidenta, Kamala Harris, la primera mujer en la historia de la nación en llegar a este cargo.

Pero Trump no trajo el racismo, mucho menos la xenofobia. Desde hace años, como un factor de la propia historia americana, estos males sociales estaban allí, incubados. El problema es que cimentó su auge y poder personal sobre estos miedos y problemas para luego sacar rédito sobre cada una de sus consecuencias.
¿Entonces, era el magnate neoyorquino un riesgo para la democracia estadounidense? Hasta el último día, sí.

No hubo que esperar mucho tiempo ni grandes textos de historia para presumir que Trump no entendía el simbolismo de la separación de poderes que en Estados Unidos prevalece como estandarte.

Mucho menos comprendió que ser presidente se trataba de un costoso equilibrio de palabras y acciones frente adversarios y seguidores, aún más en una nación tan heterogénea y poderosa.

El modo en que Trump administró su poder desde la Casa Blanca estos cuatro años, al estilo de una franquicia comercial, reveló a un líder divisivo empeñado en rodearse de funcionarios “absolutamente” leales para no ver interrumpida su empresa política.

La obsesión de Trump por la lealtad de su círculo por encima de los méritos, produjo los mayores ajustes de funcionarios en todos los niveles de la administración y el gobierno federal de Estados Unidos que pueda recordarse en un primer mandato presidencial, al menos en los últimos cincuenta años.

Explorar los argumentos con profundidad de esa obsesión por la lealtad y personalismo quedará para los historiadores y académicos que diseccionarán el auge del trumpismo como fenómeno político.

La cuestión es si esta corriente se verá extinguida como un fenómeno de las circunstancias o será a corto plazo la nueva corriente política de unos Estados Unidos más extremista, más radical, más conservadora.

El hombre de los espectáculos y la telerrealidad, Trump, exorcizó los peores temores de los estadounidenses, avivó a merced de farsas institucionalizadas un discurso que se enfocó en catapultar su propia visión del mundo, hallando en un grueso de la población, a verdaderos fanáticos que, incluso, contrariaron sus dogmas políticos y morales.

Pero si algo demostró la presidencia Trump al mundo es que Estados Unidos, como cualquier nación con problemas y virtudes, es vulnerable al fanatismo extremista cuando se trata de moldear el poder.

En estos cuatro años los estadounidenses, estupefactos, vieron cómo las decisiones más trascendentales de su poderoso gobierno respondían muchas veces a “presentimientos” o tertulias televisivas que escuchaba su líder, que a discusiones de los expertos.

En los próximos cien días la administración Biden se enfrentará a poderosos desafíos que tendrán impacto global, con la pandemia de coronavirus complicando todos y cada uno de los problemas domésticos (e internacionales). Para manejar esto se necesita gente muy calificada y con experiencia. Es la razón por la cual el ahora presidente resucitó a altos funcionarios de la administración de Barack Obama, aunque en diferentes roles.

 
Biden participa en un acto de campaña en octubre de 2020. Dreamstime para ITEMP

Si en 2008, cuando Obama llegó a la Casa Blanca con Biden como vicepresidente, el mayor problema era la Gran Recesión y las secuelas de la guerra de Irak, en 2021 el descontrol de la pandemia, el desempleo, las protestas raciales y el divorcio de viejos aliados extranjeros, serán las tareas más complicadas por saldar.

La sensación, como pocas veces, es que los problemas domésticos tendrán mayor interés que la agenda externa, salvo un conjunto de temas y países que urgen atender en el manto de la seguridad nacional.

La agenda mediática
Un elemento que divorció por completó a Trump de la prensa estadounidense estos años fue su constante de acusar a los medios de ser mentirosos o parciales cuando se trataba de cubrir su imagen y gobierno.

Alérgico a la crítica, a expensas de saberse un verdadero “monstruo televisivo”, el republicano estuvo en una pugna contra la industria informativa lo que terminó por desencadenar un clima de polarización y auge de fenómenos mediáticos alimentados de falsedades y teorías conspirativas.

Pero si algo logró Donald Trump en su primer y único mandato fue convertirse en un verdadero fenómeno editorial con al menos 200 libros publicados (una media de 50 por año) donde él era el centro de la controversia, del análisis, de la adulación o el descrédito, desde los círculos de pensamiento estadounidense. Desde todos los frentes del país, aliados y enemigos, periodistas o eruditos, trataron de entender -y hacerle entender- al mandatario que la política es un juego sucio y peligroso.

Pero ante todo, querían descifrarlo, dejar al descubierto la imagen de un rey midas de los negocios, de las grandes fortunas, del éxito que tanto él cultivó, y que a final no era lo que se pensaba.

Con unos medios de comunicación balcanizados y en plena pugna con la Casa Blanca, Biden recibe un país en exceso, polarizado, y acostumbrado a los trinos informales de su presidente para marcar la agenda, designar funcionarios, criticar adversarios. Ese “informalismo” que se hizo “formal” es urgente apartarlo para retomar lo mayestático del poder presidencial estadounidense.

Estados Unidos se volvió a descubrir a sí misma como nación compleja, traumada, dividida y con un profundo historial de violencia política. Sobre esa realidad los historiadores, los economistas, los chinos, los rusos, los alemanes, todos, se preguntan cómo se ha erigido en gran potencia y si es que hay una condición extraordinaria o única en sus ciudadanos, en su geografía.

Biden en Florida durante un acto de campaña (Foto/Adam Schultz)

Ben Rhodes, un antiguo consejero de Obama y artífice de sus discursos, concluía en sus memorias que “Trump habría sido imposible sin el 11-S; el patrioterismo de los medios de comunicación, la reafirmación de un nuevo nacionalismo estadounidense de corte militarista, el creciente temor al otro y la forma en que podía ser manipulado por un ideólogo…”

Lo confuso es hasta dónde ese territorio tan diverso y divorciado entre uno y otro asunto, será capaz de conjugarse para solventar esta crisis nacional entre “trumpistas” y “no trumpistas”, porque ya no se trata de republicanos contra demócratas, sino de una visión de ver al mundo y su conjunto totalmente diferente, a veces paranoica.

Las esperanzas sobre Biden son muchísimas en una larga carrera de obstáculos donde listón de la meta es casi invisible. Sin embargo, a sus 78 años, un Biden de vuelta a la Casa Blanca habría sido imposible sin un Trump en el poder y todo lo que esto implicó en el manejo final de la pandemia y la exaltación del supremacismo. Derruir el legado de Trump luce a simple vista la principal misión para construir sobre esos escombros lo que por años fue normalmente los Estados Unidos.

John Harris, un versado periodista quien es editor y fundador de Político, advertía que el intento de Biden por unir al país “depende de mover su atención de lo abstracto a lo tangible, de la política de identidad a la política de ganancias materiales, de argumentos filosóficos amplios a argumentos pragmáticos estrictamente enfocados, lejos de la exhortación al logro”. Es decir, de hacer más, hablar menos.

El señor Biden tendrá cien días para darle consonancia a su agenda y dos años para concretar sus planes más audaces y polémicos. Aprovechar el control del Congreso y Senado bajo los demócratas los próximos 24 meses, es clave para que el país asista a la transformación que el veterano político ha prometido. En los siguientes meses algo sí es seguro, al menos sobre el papel, el legado de Trump quedará sepultado.

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