Tiene sentido a la luz de los acontecimientos, que la propaganda y las noticias falsas dentro de Rusia estén emergiendo para despertar pasiones nacionalistas.
El impulso con el cual Rusia emprendió una invasión contra Ucrania demostró cómo la construcción de un enemigo ayuda a justificar hasta la más suicida de las acciones, y en el caso de la historia rusa, el miedo ha sido desde hace tiempo la piedra angular del poder.
Para el presidente Vladimir Putin de Rusia el mantra del enemigo reforzó la teoría personal de que Ucrania simbolizaba una peligrosa amenaza para su país y todo lo que encarna como sociedad, cultura y contrapeso de poder global. No es nada nuevo este sentido de vulnerabilidad -o paranoia- en quienes han ostentado el poder en Rusia.
Invadir Ucrania, visto ahora, era primordial como un esfuerzo final para detener lo que Putin ha percibido como la expansión hostil de Occidente cada vez más cerca de la frontera de Rusia, la nación más grande y extensa del mundo.
A esto se suma el intento desesperado de reconstruir paso a paso el imperio ruso en el sentido estricto de lo que fue la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) antes de la caída, que ha estado en su mente desde entonces. Y, en tercer lugar, sus desnudas ambiciones de poder.
Ucrania, en sí misma y por sí misma, puede que tenga poca importancia para el equilibrio global de poderes, las plazas financieras, el mercado energético, o los certámenes de belleza internacional, pero el hecho de que haya sido invadida tan perversamente convierte esta situación en un reto sin precedentes a toda la estructura de la seguridad colectiva, al menos, desde el final de la Guerra Fría hace 30 años.
En Ucrania no hay un gobierno de ideología neonazi, campos de concentración o una política de extermino racial personificada por el presidente Volodymyr Zelensky, como ventila Putin al promover “desmilitarizar y desnazificar” a esa exrepública soviética y otrora potencia nuclear.
“Buscaremos desmilitarizar y desnazificar a Ucrania, así como llevar a juicio a quienes perpetraron numerosos crímenes sangrientos contra civiles, incluso contra ciudadanos de la Federación Rusa“.
Vladimir Putin. 24 de febrero de 2022
Lo que se ha consumado desde la revolución popular de 2014 en Ucrania, frente a la mirada de Putin, fue un divorcio sustancial de Rusia y su esfera de influencia, con miras a la adhesión a la Unión Europea y lo que encarna esto como el verdadero fin de la era soviética en Europa Oriental.
Sin paragón, lo que está ocurriendo es un desafío colosal al orden y el derecho internacional existente hasta ahora, porque Ucrania no solo pasó a ser un Estado soberano invadido por otro bajo pretextos infundados y una narrativa repleta de falsedades, sino el punto de inflexión de la “Doctrina Putin” con el expansionismo por la fuerza o el proteccionismo por interés.
La corriente de esta “doctrina”, sin embargo, tampoco es nueva en lo que definió el modelo de poder hegemónico de la Unión Soviética (URSS), un conjunto de 15 repúblicas socialistas de la cual Rusia fue líder suprema por casi 70 años, y cuyo recuerdo más notorio fue su poderío nuclear bajo el yugo de un sistema totalitario.
Invasión a Praga
Cuando el 20 de agosto de 1968 la URSS condujo a las tropas del Pacto de Varsovia en una invasión a Praga, la capital de la antigua Checoslovaquia, los líderes en Moscú solo querían acabar con las tendencias reformistas que se estaban dando en el país, temerosos de que si la apertura iba demasiado lejos, otros estados satélites en Europa del Este podrían seguir el ejemplo y alzarse en rebelión generalizada contra el liderazgo del presidente soviético Leonid Brezhnev.
Después de una invasión que despertó un rechazo extendido en todo el mundo, los soviéticos justificaron el uso de la fuerza en Praga bajo lo que se conocería como la “Doctrina Brezhnev”, que establecía que Moscú tenía derecho a intervenir en cualquier país donde la permanencia de un gobierno comunista hubiera sido amenazada.
Esta doctrina, como luego advertiría el Gobierno estadounidense, fue un argumento para justificar la acción soviética en Checoslovaquia, pero terminó convertido en el principal alegato de la invasión soviética de Afganistán en 1979 y un pensamiento identitario de los sucesivos líderes de Rusia, incluso tras la caída del bloque socialista.
“Brezhnev reclamó el derecho de violar la soberanía de cualquier país en que estuviera en marcha un esfuerzo por reemplazar el marxismo-leninismo por el capitalismo”, resumió el historiador estadounidense John Lewis Gaddis, uno de los mayores estudiosos de la Guerra Fría.
En ese poderoso paralelismo de Putin con sus predecesores en la forma de timonear la Unión Soviética, Joseph Stalin, la figura más estelar de lo que fue totalitarismo del siglo XX, buscó desde siempre que los retos internos no arriesgaran nunca su dominio personal, y mucho menos que las amenazas externas (como quiera que las imaginaba) hicieran peligrar la seguridad o existencia de su país como imperio.
Esta lección, mil veces ensayada por Putin desde su ascenso al Kremlin en 1999, moldeó su forma de conducir una nación que experimenta la democracia como sistema en el papel, aunque en la práctica el modelo de control gubernamental, la censura, el poder unipersonal y el culto al líder supremo, siguen siendo la referencia indiscutible de Rusia.
De hecho, Rusia desde 1991, cuando la Unión Soviética se desintegró, ha tenido solo tres presidentes. Desde 1999, el país se ha repartido el poder entre dos personajes que intercambiaron sus roles bajo la apariencia de una democracia representativa: Putin designó a Dmitry Medvedev para sucederle y luego este a Putin para retornar al cargo.
Cuando Lewis, el historiador, describió a Stalin en uno de sus más aclamados libros, dejó por sentado que “el narcisismo, la paranoia, y el poder absoluto se unían en él dentro de la Unión Soviética como un líder enormemente temido, pero también extremadamente adorado”.
Tiene sentido a la luz de los acontecimientos, que la propaganda y las noticias falsas dentro de Rusia estén emergiendo para despertar pasiones nacionalistas. Señal de cómo en los regímenes autoritarios, el individuo en la cima establece la agenda sin una oposición significativa, de modo que los prejuicios y sesgos de una sola persona se convierten en política nacional.
Si la Guerra Fría evidenció en el siglo XX una lucha enquistada por simpatías ideológicas y poder militar, la corriente que fluye ahora se asemeja a aquellos años en que la conquista de territorios, aliados y visiones estaba a la orden del día.
En medio de toda esta nueva tormenta emerge China, la segunda economía del planeta que observa expectante el rol que tiene que jugar entre los estadounidenses, europeos y rusos que necesita de cualquier modo para su propia supervivencia.
No obstante, si Putin se siente seguro frente a China, difícilmente dará marcha atrás en sus planes, o no tan rápido.
Con la victoria de Occidente en la Guerra Fría, la expansión militar liderada por Estados Unidos nunca paró. Contrariamente, los antiguos países del bloque socialista se adhirieron a nuevos marcos de defensa bajo el paraguas de la Organización del Atlántico Norte (OTAN) nutriendo la animadversión de los rusos.
Cuando un vencedor humilla a un adversario orgulloso, el resultado esperado es ira y rabia seguido por el recelo. ¿Qué saciará la sed de venganza de Putin? El mundo está a punto de descubrirlo.